Uno de los ejercicios que suele repertirse en el quehacer docente para abordar los tópicos relacionados con la comunicación es insistir en los clásicos modelos donde "emisor", "mensaje" y "receptor" suelen repetirse canónicamente.
No obstante, urge un replatamiento desde una mirada ética al proceso comunicativo.
El acto de "comunicar algo a alguien" implica un desafío que más allá de la mirada del propio individuo, pues exige pensar en el "otro" como agente fundamental de este fenómeno. Debe existir una empatía permanente hacia mi interlocutor con el propósito de configurar un discurso apropiado que permite una interacción eficiente entre las partes.
Dentro de la actividad social, la comunicación cumple un quehacer preponderante en la medida que me permite interactuar con los otros. Por esta razón, el emisor tiene una obligación ética de velar por la comprensión de su mensaje, utilizando el lenguaje y comunicación paraverbal apropiada.
Comunicar es un acto de amor y humildad que implica ver el proceso, teniendo como eje permanente a "el otro".
Parafraseando a Descartes, podríamos argumertar que "comunico, luego existo".
Somos en la medida que comunicamos y la sola posibilidad de carecer de esta cualidad, sin lugar a dudas, representaría una significativa limitante, pues somos seres sociales, como ya argumentaba Aristóteles, que nos relacionamos y construimos sociedad en base al proceso comunicativo.
De acuerdo a estudios en esta área, un 80% de las acciones de los individuos tienen un componente comunicativo y la semiótica se ha encargado de validar esa afirmación.
El escuchar la radio, el leer el letrero de la locomoción colectiva, el dialogar con los compañeros de trabajo, el mirar la hora del reloj; son sólo algunos ejemplos de como este proceso está presente como una constante permanente de nuestro quehacer social.
La oralidad, entendida como toda aquella forma comunicativa que se produce mediante la palabra hablada, es la expresión comunicativa más inmediata y, muchas veces, espontánea en comparación con la escritura. Más allá de las funciones clásicas del lenguaje, la comunicación oral predomina nuestras relaciones sociales. ¿Qué sucede cuando vemos un amigo por la calle? ¿Requerinos a un lápiz y un papel para emitir un saludo? La respuesta es un NO categórico, pues la oralidad surge en forma inmediata.
La ventaja: la comunicación oral requiere de ciertas habilidades que surgen desde el propio individuo (por supuesto, que mediadas por la cultura) para desarrollar un proceso comunicativo, en cambio, la escritura requiere de algún artilugio técnico para posibilidad el proceso, de un sorporte que permita el intercambio de información.
Más allá de la intensa disputa que existe en los circuitos académicos en torno a los problemas epistemológicos sobre la comunicación, es imposible negar la importancia preponderante que tiene para los individuos. Carecer de esta habilidad no sólo nos aisla del mundo, sino que nos impide la interacción con los otros, limitando nuestras relaciones sociales.
Por esta razón, cuando por problemas biológicos estamos incapacitados para comunicarnos de la forma convencional, inmediatamente tratamos de suplir esta carencia utilizando otros mecanismos para posibilitar el contacto con los otros. El vivir en sociedad requiere, en el caso de los seres humanos, la comunicación.
La oralidad, desde tiempos remotos, ha sido el principal vehículo de interacción con los otros. Familiares, amigos, el entorno labora y académico; tienen en la "palabra hablada" el mecanismo primario de contacto.
¿No existe algo más inmediato que la oralidad? Cuando entablamos una comunicación, en los más diversos contextos de la vida cotidiana, es la oralidad que nos permite entablar el primer contacto con los demás. Más allá del idioma y los contextos culturales, el uso de la palabra hablada se transforma en la herramienta social por antonomasia.